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sábado, 7 de abril de 2012

Era invierno, hacía frío.
Estaban muy pegados el uno al otro, una sola figura. Ella reposaba su cabeza sobre el pecho de él, lloraba en silencio.
Él cogió sus delicadas manos y las frotó en un desesperado intento de proporcionarles calor.
Dejó de intentarlo. Era inútil.
Sus labios ya empezaban a cobrar un color azulado, hacía rato que ya no sentían sus piernas y mover los dedos era una tarea imposible.
Pero a ella no le importaba, no lloraba por el futuro cercano que les aguardaba. Lloraba porque era feliz. Levantó la cabeza del frío y aún así cómodo pecho y fue a buscar sus labios.
Le dio uno beso, luego otro y otro más. No se atrevía a mirarle a los ojos, pero sabía que era su última oportunidad para hacerlo. Fue recorriendo cada detalle de su cara con la vista, sus labios, duros por el frío pero cálidos para ella, su nariz, perfecta, como siempre había sido, sus mejillas un tanto rosadas y aquel lunar debajo del ojo derecho que le hacía tan irresistible. Llegó a los ojos.
No se sabe cuanto tiempo estuvieron así, quietos, diciéndose tantas cosas sin hablar, enamorándose aún más de la otra persona por cada segundo que pasaba.
Nadie les encontró, nadie fue a buscarlos.
Pero aún así, acabaron felices, el uno contra el otro, abrazados a todo lo habían luchado por conseguir y nunca habían tenido. Y dicen, que en el último momento, él contuvo el aliento y su última voluntad, fue decir te quiero.

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